Las mujeres, desde siempre, han buscado embellecer sus rostros con la ayuda “mágica” de los cosméticos. Cremas, pomadas, ungüentos y lociones han sido los indiscutibles aliados femeninos desde la Antigüedad hasta nuestros días. Desde los siglos más lejanos, las mujeres se han entregado a las prácticas cosmetológicas. Han usado toda clase de productos más o menos delicados buscando encontrar, por ese medio, un atractivo o una seducción mayor.
Tiempos primitivos:
Las reinas asiáticas se pintaban, como se pintaron las indias, las mujeres del Uruguay y de México. Las aguas de belleza, fabricadas con el zumo de plantas exóticas, daban a su rostro mayor frescura y lozanía.
Las egipcias eran muy refinadas para sus cosméticos: eran fabricados en los hipogeos, templos o edificios subterráneos con el mayor cuidado y se consideraban casi como ungüentos sagrados. Las princesas y las mujeres más elegantes de Menfis y de Tebas empleaban, para dar a su piel la frescura del lirio, la cerusa, que procedía de la India. También las mujeres hebreas pintaban sus rostros. Judith y Dalila no fueron menos. Holofernes y Sansón murieron llevando sobre sus labios el polvo de cerusa.
Hasta Salambó profesó el gusto por la pintura. Flaubert nos cuenta que se pintaba los ojos con antimonio, que se untaba en mirra y cinamomo y que se teñía la yema de los dedos y las uñas. Este último procedimiento es muy propio de las mujeres de Extremo Oriente que, a imitación de las diosas, se pintaban de rojo los pies y las manos.
La base de las pinturas negras era el sulfuro de antimonio. Para las pinturas blancas se reunían la cerusa, la tiza y la púrpura de Tiro. El carmín y el cinabrio se disputaban el honor de colorear las mejillas y de enrojecer los labios. Pero lo que más llama la atención es que para preparar los cosméticos más preciosos, los perfumistas empleaban los excrementos de cocodrilo.
Los ojos se sombreaban con la ayuda de un estilete untado de negro de humo. La costumbre de pintarse era tan inveterada que todo el material que servía para emplearla se sepultaba con la que, en vida, lo utilizó.
Épocas griega y romana:
En los griegos volvemos a encontrar la afición por la pintura. En aquel pueblo de concepciones artísticas tan grandiosas, tan amante de la estética, no es de extrañar que la pintura tomase vastas proporciones.
Aspasia escribió un libro completo de recetas de belleza celebrando los beneficios de la pintura facial.
Lais, Aspasia, Friné, Safo y todas aquellas reinas de la elegancia, de la belleza y de la poesía, esas hijas de las musas y adoradas de Afrodita (Venus) y Apolo, que nos han legado sus imágenes de hechizo casi celestial, no eran sino muestras ambulantes de tiendas de perfumería. Es que no dejaban de ser mujeres, a pesar de su halo de perfección que las asemejaba a las diosas.
En Roma los hombres y las mujeres también se consagraron al lujo tan costoso de los cosméticos. Se untaban con aceites perfumados al “helenium”, al “oesype” de Atenas, al “lamentum”, y para parecer pálidos, “pulvis cretoe celusoe”. El bermellón lo ostentaban los labios en pleno día.
Horacio y Juvenal, poetas de la antigua Roma, se burlaron de las romanas y de la paciencia de los maridos cuyos labios se aglutinaban sobre los rostros.
El tocado de una mujer romana se llamaba “mundus muliebris” y la caja que encerraba los objetos de culto, “Pyseis”.
Las mujeres galas también se pintaban, pero más sencillamente y sin ninguna ciencia. Aprendieron de las romanas los secretos de belleza.
Edad Media
La Edad Media fue bastante sobria, si bien es verdad que existieron las lociones de la reina de Hungría. No olvidemos que la Edad Media, teocéntrica por excelencia, anhelaba el cultivo de la belleza espiritual más que el de la belleza corporal. El hombre debía preocuparse por lograr la felicidad en la vida eterna y no en buscar el goce en la vida terrenal. No es de extrañar, entonces, que los cosméticos no hayan prosperado en la Edad Media, si bien hubo algunas recetas traídas de Oriente por los paladines. Recién más adelante, en tiempo de los Valois, comenzaron a tener cierta importancia.
Renacimiento
Catalina de Médicis, al llegar a Francia, hizo un abuso considerable de pastas, pomadas y otros ingredientes que le preparaba su perfumista favorito René. Tenía por competidora de belleza a Diana de Poitiers, que según se dice poseía un ungüento maravilloso que le permitía conservar sus encantos a pesar de los años.
La corte de Francisco I fue un verdadero torneo de perfumería. Hubo varias publicaciones acerca de los cosméticos y Margarita de Valois hacía de ellos un consumo prodigioso. La afición por los productos de belleza era tan grande que hasta las religiosas estaban pintadas bajos sus velos. Aquí tenemos la prueba de cómo evolucionó la mentalidad del hombre renacentista. El teocentrismo medieval dio paso al antropocentrismo y al ser el hombre la medida de todas las cosas ya no buscó la felicidad en la vida eterna sino el goce en la vida terrenal (carpe diem). El cultivo de la belleza corporal comenzó a tener más importancia que el cultivo de la vida espiritual. Surgió la visión del mundo como lugar de pleno goce y la estimación del cuerpo como fuente de placer. Es lógico entonces que los cosméticos hayan jugado un papel tan importante en la época renacentista.
La moda continuó bajo el reinado de Enrique II y se acentuó bajo el reinado de Enrique III. Enrique II, lo mismo que sus favoritos, se untaban el rostro con cosméticos. El rey tenía muy hermosas manos que cuidaba con refinamiento, haciendo uso de aguas olorosas y pomadas, y esa costumbre fue copiada muy servilmente por sus favoritos.
Enrique IV y su corte fueron más sobrios, pero no sucedió lo mismo con Ana de Austria. Ésta mandó componer pastas de almendras y cremas destinadas a embellecer la blancura de sus hombros, de sus brazos y de sus hermosísimas manos.
Las mujeres hermosas usaban los cosméticos en una forma casi exagerada.
Francia: desde Luis XIV hasta Luis XVI
En 1700 el arte de toilette entró en una época de oro, con un proliferar increíble de pomadas, aguas y esencias. Pulían y perfumaban la frente y usaban un colorante azul para las venas, haciéndolas resaltar en contraste con el rosado de la piel.
El aquel siglo galantísimo se hablaba mucho de amor, y los hombres, para poder demostrar dignamente su pasión, recurrían a las formas más extravagantes. En el libro La mujer en el siglo XVIII aparece una frase que dice que para dar la ilusión completa de un dolor amoroso se pintaban el semblante con un tono pálido, con un viso desesperado, haciéndose alguna gota con goma arábiga diluida que daba el aspecto de una lágrima mal enjuagada.
Hubo un retorno al baño que desde tiempos lejanos había sido dejado de lado. Por celo religioso, en el Medioevo y el Renacimiento los baños eran evitados y sólo hacia fines del siglo XVII comenzaron a usarse tinajas y lavapiés, que en la mitad del siglo siguiente fueron sustituidos por recipientes más grandes para un baño completo.
En la corte de Luis XIV más de una dama debió sus éxitos de belleza a algún perfumista, que depositaba sobre su rostro todos los reflejos de su paleta.
Ninon de Lenclos, que dejó una reputación de belleza a través de los siglos, hizo surgir la leyenda según la cual poseía un talismán precioso con el que untaba su persona. Varios fueron los que pretendieron tener el secreto del agua de Ninón, sus cremas y sus demás ungüentos de belleza.
Se cree que Madame de Maintenon sedujo al rey con un preparado que contenía aceite de eléboro, de adormidera, acomodado con esencias de mirra, de incienso y de beleño, seguido de infusiones de linaza, malvavisco y sena.
Madame de Pompadour gastaba cifras enormes en cosméticos.
Pero en donde toda la escala de las pinturas tuvo su revancha fue en la corte de Luis XVI. Con el empolvado era preciso ponerse colorete y era un arte el saber colocar lo justo para que la expresión del rostro quedara perfecta. El colorete, las moscas y el empolvado a la mariscala estaban en todo su apogeo. Fue la época de oro de la pintura.
Madame Du Barry cometió locuras para conseguir de Cagliostro una pomada que debía conservar eternamente su juventud.
En tiempos de Luis XV y Luis XVI, mujeres y hombres se pintaban, se empolvaban y se colocaban moscas, hasta el día en que todo se fue abajo al soplo de la Revolución que, como todos sabemos, cambió el curso de la Historia.
La guillotina no respetó los rostros sofisticadamente pintados de la nobleza y enarboló las banderas de la “Libertad, Fraternidad e Igualdad” sobre una Francia que desde hacía tiempo reclamaba inútilmente sus derechos. María Antonieta subió hermosa al cadalso y su linda cabeza rodó sin piedad sobre el tablado a la vista de un pueblo que vociferaba vengativo. La República daba sus primeros pasos sobre los restos de una monarquía que ya era parte del pasado.
Directorio e Imperio
Debilitadas las prácticas cosméticas con la Revolución Francesa y “el terror”, hubo un retorno con el Directorio y la Restauración.
Las mujeres del Directorio, sedientas de lujo, intentaron renovar las suntuosidades romanas. Madame Tallien tomaba coloridos baños de fresas, de frambuesas y de leche, con lo que su piel lucía fresca y bellísima. No tuvo, como Popea, seiscientas burras que la siguieran en sus viajes, sin embargo poseyó cosméticos más preciosos para realzar su belleza.
Con Napoleón y la emperatriz Josefina se renovará la fiesta del cosmético y del perfume. Josefina quiso imitar a Popea tomando baños de leche, aunque en lugar de ser de burra era de vaca. Pero como toda moneda tiene su reverso, la reacción de Napoleón no fue muy satisfactoria para la emperatriz, ya que éste prohibió ese tipo de baños por el olor a leche agria que ella tenía en su cuerpo. Josefina, desde la juventud, fue aficionada a pintarse. Nacida bajo las latitudes extremas, bajo los ardores del Monte Pelado, conocía el jugo de las plantas exóticas, pero a pesar de eso siguió la corriente parisiense y en el año 1808 pagó a Martín, que no era su único abastecedor de cosméticos, más de 2700 francos de colorete.
De esta época, primera mitad del siglo XIX, data una verdadera y propia revisión científica de productos de belleza, cuya producción y comercio se nacionaliza y se avala con métodos racionalistas y de experimentación programada. La Enciclopedia de la Belleza, de 1806, ofrece una importante elección de cosméticos de probada eficacia y seleccionados con criterios racionalistas, como corresponde a la época en la que aún el Iluminismo veneraba a la diosa Razón.
Con los aportes sociales de la Revolución Francesa se llega a un cambio en las costumbres que influye notablemente en el uso de los cosméticos, y en 1890 Madame Lucas funda en París el primer instituto de belleza.
Entran gradualmente en la técnica de la cosmética nuevos métodos físicos, de masajes, de cirugía estética, de dietética. Comienza a industrializarse todo el sector de la esencia y de los perfumes y cosméticos, con centro en París. La comunicación con los otros continentes, especialmente con América, se intensifica poniendo a disposición de la nueva industria, nueva materia prima.
Romanticismo hasta nuestros días
Y así llegamos al Romanticismo. Actualmente solemos tergiversar el vocablo “romántico”. Nos imaginamos a un ser mirando la luna distraído, leyendo versos de amor y llorando por nada. No es así, o por lo menos no es así totalmente. El Romanticismo fue un estallido, un movimiento revolucionario, una rebelión de los jóvenes que decidieron no aceptar las normas impuestas por las generaciones anteriores. No sólo se refleja en la Literatura, en la Pintura y en la Música: inspira posturas ideológicas, influye en las costumbres, crea una moda. Su repercusión se da en el arte, en la política y en la vida.
“¿Quién que es, no es romántico?” dijo Rubén Darío, y esa expresión revela que, como actitud, el Romanticismo existió y existirá siempre. Pensemos en quienes se rebelan contra todo lo preestablecido, en quienes apoyan las revoluciones (políticas o no), en quienes discuten y no aceptan las medidas impuestas y que consideran injustas; son espíritus románticos. El Romanticismo en América coincidió con las luchas por la independencia. La juventud, en su mayoría, es esencialmente romántica. No olvidemos que las características más salientes del Romanticismo son el espíritu independiente, la plena libertad, la libre expresión de la sensibilidad, la primacía del sentimiento sobre la razón, la fuerza de la pasión, la inadaptación, la identificación con la Naturaleza como reflejo del estado de ánimo de quien la contempla, y el ansia de originalidad.
Algo muy importante: los románticos dan primacía al AMOR y esto lleva a una idealización de la mujer. ¿Y cómo debe ser la mujer romántica? La mayor parte de las heroínas, sea cual fuere su condición social o económica, son físicamente hermosas, de acuerdo con el canon de belleza imperante en la época (fines del siglo XVIII hasta mediados del XIX): rostros pálidos, ojos grandes, de mirada lánguida, facciones delicadas, silueta delgada, maneras finas y graciosas. Espiritualmente elevadas, de nobles pensamientos y sentimientos puros. Se trata de la mujer ángel. Pero también está su contrapartida: la mujer perversa, capaz de causar la perdición del hombre que la ama; es la mujer demonio.
¿Cómo conseguía la belleza la mujer romántica? Ya dijimos que debía ser pálida, delgada y de mirada lánguida, por lo tanto fueron abolidos los tonos rosados en las mejillas y se adoptaron los polvos y cremas que daban a la piel una bella palidez sentimental. Todas las mujeres de esa época bebían vinagre y agua de cominos para estar pálidas como las heteras de Grecia; esto les otorgaba brillo a sus ojos dándoles una mirada de aspecto febril. Las ojeras otorgaban al rostro ese toque de fragilidad tan buscado. Recordemos que la enfermedad de la época fue la tuberculosis y ese aire melancólico y enfermizo que resultaba de ella fue morbosamente buscado por la mujer romántica. La bella de la época prefirió la fragilidad y acentuó la languidez con una tez macilenta. En cuanto a los perfumes, el de las Rosas de Francia era el favorito entonces, aunque Margarita Gauthier, la bellísima Dama de las Camelias, por su excesiva fragilidad no podía recargarse de perfumes y por eso se adornaba con camelias, cuyo aroma toleraba perfectamente.
Ya a fines del siglo XIX dejan de utilizarse los polvos para blanquear el cutis y en cambio son usados para volverlo mate. El blanco de cerusa es reemplazado por los polvos de arroz. En esta época las mujeres honradas utilizaban el polvo como único cosmético. El maquillaje sólo era utilizado por las actrices y las mujeres galantes.
Con la industrialización de la perfumería y ante la gran cantidad de mujeres que trabajan y se maquillan, surgen nuevos productos de belleza. Entre 1920 y 1929 los avances químicos contribuyen a llevar al alcance de todas las mujeres los maquillajes que las ayudan a aparecer más bellas.
En la actualidad, los maquillajes, polvos faciales y demás productos de belleza han llegado a un alto grado de sofisticación que no conocieron, lamentablemente para ellas, nuestras abuelas. Hoy la mujer no sólo tiene una gran variedad de tonos y marcas, sino que también se maquilla con más libertad y audacia, buscando el estilo que más conviene a su tipo y a su gusto.